viernes, 5 de septiembre de 2025

El corresponsal del Fin del Mundo: Un tigre al violín y el oso al piano

 


Javier Tisera

Buenos Aires

La lluvia de este sábado tamborilea sobre la chapa del bombeador. Las más lentas, que se quedan jugando en las tejas, marcan en el ritmo. Las hojas del paraíso repican como la escobilla de un baterista en redoblante. En el grabador suena una vieja melodía que entre los grises de la escena y los recuerdos va produciendo toneladas de nostalgia…

Es que no puedo zafar del recuerdo de una noche en el Viejo Almacén en Capital cuando el Grupo Disámara (poetas de San Nicolás) recitó en ese templo del tango y sin darse cuenta se subió al escenario Hernán Oliva, uno de los grandes del jazz y el Hugo “Oso” Giménez. Les quedaron las manos coloradas a los porteños de aplaudir tanta música desparramada por el escenario. Y hasta el hijo de Edmundo Rivero se quedó quietito sin poder más que agradecer y eso que él tenía cancha de anfitrión y encima jugaba de local.

Uno que, todavía no tenía canas y los veinte años en el bolsillo le parecían una fortuna, se sentó en la mesa a comer un plato de mondongo en un Restaurante gallego “La Saeta” en San Telmo. Y a unos platos nomás estaba ese hombre de setenta y tantos años con su violín que hablaba animadamente con Hugo como si se conocieran de toda la vida. Como les envidio a los músicos esa manera de relacionarse entre sí. Una vez que se suben a un escenario, ya firman un pacto de amor con el público; y después hablan como si hubieran crecido en el mismo barrio.

Pero entre tinto y tinto seguí atentamente la conversación entre Hugo y Don Hernán. Según pude enterarme en el año 80, Hernán Oliva había llegado con su violín a San Nicolás a actuar con Hugo en el Auditorium Municipal. Y además compartían la pasión del jazz.

Jean Paul Sartre: le gustaba decir "El jazz es como las bananas. Debe consumirse en el lugar donde se produce". Y aquella noche del año 80 los dos músicos repartieron bananas para felicidad de toda la monada.

Pero volvamos a San Telmo, a ese bar donde estamos comiendo un guiso de mondongo, donde el ruido de los cubiertos es incesante y Florencia Bas que ya estaba en la Peluquería de Don Mateo, se esmera por recibirnos con el afecto de los nicoleños que se encuentran en un mundo lejano.

Pero ¿Quien es este Hernan Oliva?-pregunté. Y una jauría de miradas se me abalanzan, algunas con cierta pena por mi ignorancia y otras, las más sabias, más inquisidoras como queriendo decir cerrá la boca que después en el colectivo te explicamos. Entonces, ante semejante corte de rostro, me dedico a hablar con “Churrinche” Dastugue de política y de basquet” que aunque poco, algo entiendo.



 

El Violín de Hernán: La novena Maravilla

 

Después de casi 25 años de andar entre fábulas e impresoras, me puedo sentar a contar que Hernán Oliva, fue uno de los grandes maestros del violín que tuvo el jazz y el tango. Pero ojo!!. Que no estoy hablando de cabotaje ni del Virreinato del Río de la Plata; estoy hablando de todo el mundo…del planeta tierra. Después de escuchar una miles de horas de ese prodigioso violín, hasta me facilitaron la grabación del recital del Auditorium, me animo a decir que no hubo ni hay -me queda la esperanza que aparezca- tanto talento a disposición del público. Esa noche fue majestuosa y los nicoleños la disfrutaron.

Unos años después en 1987, cuando ya había tirado el ancla en La Boca; lo vi a Hernán pasar por la vidriera de un bar. Salí y le pegue el gritó. Hernán…¿Cómo anda maestro?. Me miró como a un espectro al principio pero después de la referencia del Viejo Almacén e invocando los poderes de Giménez y San Nicolás, soltó una sonrisa y se fue acercando. “Venga vamos tomar una sidra”- le propuse para que me acompañara en mi soledad. “Yo prefiero un café con leche”- me dijo. Y la cacé al vuelo…el hombre venía de trabajar y no había almorzado entonces de sobrepique, al mejor estilo Ludovico Bidoglio (estamos en la Boca), cambiamos el menú y nos inclinamos de común acuerdo por una de musa con fainá y una reparadora “pecho azul” (cerveza Quilmes).

Hablamos de música y de poesía. De la pobreza y la soledad de las grandes ciudades y ahí nomás, entré a orejear la jugada, que andaba caminando todo el día porque no tenía donde volver. Andaba con su violín animando algunas tertulias para recibir alguna propina. Quiso explicar lo que ya era obvio inclusive para mí y la hicimos lunga, tanto que me olvidé de una morocha oficinista que me esperaba en el Samovar de Rasputín, y nos encontró la madrugada cazando las ultimas estrellas que huían desesperadas de tanto trabajo. Me contó que de adolescente escuchó un disco del gran Joe Venuti para decidirse a ser violinista. La vocación se la fomentó su mamá Laura, a quien le gustaba la música.”El primer juguete que tuve fue un violín chiquitito; supongo que ahí empezó todo. Recuerdo que lo salvé de un incendio cuando se quemó nuestra casa” recordó y los ojos se le fueron hacia el oeste. Después, como un regalo de Dios, sacó el violín y para todos los presente les disparó “Polvos de Estrellas”.

Nos despedimos con uno de esos abrazos que juntan la respiración y le tiré la dirección por si la vida lo agarraba una la noche en San Cristobal.

 


Un domingo de junio de 1988, el diario daba cuenta que habían encontrado un cuerpo lleno de frío entre las nieblas del Riachuelo. Al lado estaba su violín. Los del hospital nunca supieron que llevaban al que tocó con el Mono Villegas, el que le pegó una trompada a Oscar Aleman en Punta del Este por miserable y explotador, el que tuvo en su disco Paso del Tigre una caricatura de Sabat, el que en Holanda está considerado unos de los mayores exponentes del jazz. De qué vale ahora, con sus ojos cerrados y con sus manos congeladas recordar las noches en la boîte Chaumière, su Quinteto o ese trabajo de tango que grabó con el pianista Mito García que se llamó “Nieblas del Riachuelo”. Ya es tarde…ese cuerpo de 74 años va camino a la morgue y los semáforos se plantan en el verde, como llorando su urbanidad, y por el Parque Lezama suenan el saxo de Santos Lipesker y la trompeta de Julio Roth.

Siempre vuelvo a La Boca porque las pasiones son una marca y los recuerdos un juramento. Y cuando ya terminó la liturgia dominguera, vuelvo a la musa, al fainá y a una pecho azul…y se me hace que está el viejo con su violín tocando “Polvo de Estrellas”. Y entonces sí, ya está; puedo tomar distancia tranquilo sabiendo que Hernán Oliva ya tiene un lugar donde volver.



En abril de 1980 el Teatro Municipal recibió a uno de los más grandes violinistas del siglo XX.

El músico chileno Hernán Oliva tocó en nuestra ciudad acompañado por músicos nicoleños: Hugo Giménez en piano, Dámaso Cerruti en batería y Nano Ciriani en bajo.

“En escena lograron una fuerza interpretativa que no siempre se denota en músicos internacionalmente conocidos”, decía la crónica del diario EL NORTE publicada el 3 de mayo de 1980.

“Hubo gran afluencia de público, logrando así un cálido ambiente, en el que se pudo vislumbrar entusiasmo y participación que dieron como saldo una velada inolvidable. Hernán Oliva puso de manifiesto el virtuosismo que ejerce sobre el instrumento, sumado a su capacidad creativa y velocidad, podemos afirmar que es uno de los más grandes violinistas del país”.

“Hugo Giménez, responsable de los arreglos, interpretó excelentes solos en piano. Fue precisamente él una de las presencias más esperadas, pues hacía tiempo que no actuaba ante el público nicoleño. De Nano Ciriani, ejecutando bajo, se pudo gozar de una exquisita presencia creadora, haciendo buenas interpretaciones con la sobriedad y sensibilidad que lo caracterizan. Dámaso Cerruti demostró en batería una perfecta comunicación y dependencia de manos y pies, dando fuerza y brillantez a la faz rítmica”.

“Cada músico, realizando solos y en conjunto, pudo lucirse ampliamente. Todos los gustos musicales dentro del jazz fueron satisfechos escuchándose temas como Laura, Summertime, Té para dos, Susurrando”.

“La selección del repertorio y la muy buena interpretación de los músicos nos hicieron vivir una hermosa velada jazzística”, culminaba la nota de EL NORTE firmada por Lucy Vargas.

 

En Valdivia

El año pasado se cumplió el centenario de Hernán Oliva, nacido el 4 de julio de 1913 en la ciudad chilena de Valdivia y que con apenas ocho años empezó a estudiar el instrumento al que dedicaría casi setenta años de intensa vida.

“La vocación me la fomentó mi mamá, a quién le gustaba la música, y el primer juguete que tuve fue un violín chiquitito. Supongo que ahí empezó todo. Recuerdo que lo salvé de un incendio cuando se quemó nuestra casa”, comentó alguna vez.

“No se pueden tener dos pasiones a la vez -contaba-. Yo soy músico de jazz, al jazz he consagrado mi vida y trato de tocarlo lo mejor posible y todavía no me siento identificado con el tango”.

En 1940 pasó al grupo con Enrique “Mono” Villegas: “Para mí fue una escuela. Si uno no aprendía con Enrique Villegas, no aprendía más”.

Sus discos empiezan a recorrer el mundo, y como un secreto a voces comienza a hacerse conocido.

En Holanda y Japón sostienen que Oliva es el mejor violinista de jazz del mundo.

Los discos le dejan gratos elogios, pero Hernán tiene alma de bohemio.

“Salgo temprano a visitar los boliches, para preguntar a los dueños si a la noche va a haber trabajo. Yo solito me procuro el trabajo y me ayudo a conseguir un peso más. Todos los días lo mismo. El drama mayor de mi vida no es el dinero, sino la falta de trabajo. Con trabajo se tiene dinero, lógico… En este país, Argentina, realmente no reconocen a nadie”.

Oliva dejaba su pensamiento con estas palabras: “El mayor estímulo cuando toco, es que la gente me escuche, que no hable. Cuando toco no pienso en nada ni en nadie, pienso que las notas tienen que salir al aire con ideas nuevas. Un tema se desarrolla como un pescado o un pollo: hay que alimentarlo de una forma o de otra hasta que madure”.

Falleció en la madrugada del 17 de junio de 1988, a punto de cumplir 75 años, cuando apareció tirado en una vereda del barrio de Palermo, abrazado al estuche de su violín.-

 


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