martes, 8 de julio de 2025

Estibadores con gancho


 Un capítulo completo de mi libro "La vida en toneladas", historias del muelle de Cádiz, que escribí en 2012.

Treinta y siete años a régimen del mar. Desde los 19, Paco Parra ha vivido en carne propia la evolución de la estiba, pasando de la Organización de Trabajos Portuarios a la Sociedad de Estibadores de Cádiz, del cien por cien estatal al actual sistema de gestión compartida, a los intentos de privatización, al más vale pájaro en mano y a los gajes del oficio. Paco presidió el comité de empresa de la Autoridad Portuaria, así que conoce ambas bandas y habla en primera persona de puerto plural. Curiosamente, empresarios y obreros hablan parecido lenguaje, la lengua del mar, con escasas diferencias, si acaso formales.
Cuando Paco se estrenó como estibador, la plantilla se dividía en carga general y pesca, entre la dársena del muelle y la lonja pesquera. El mundo parecía más pequeño, aunque también más redondo. Paco tuvo en sus manos la diversidad, cargó fardos de tabaco, café, garbanzos ... "Aún no funcionaba la Cabezuela, sólo existían la Zona Franca y el muelle de Cádiz". Café de Colombia y Brasil, años antes de la era del contenedor y las grúas de metros. Juan posa su memoria en el suelo y la eleva hasta el infinito, dependiendo de la carga.
Azúcar moreno de Cuba, garbanzos mexicanos. Toda la mercancía a granel, oculta bajo lonas a la vista. Mucha necesidad en Cádiz. "Se ganaba una miseria, abundaba el trapicheo, había que buscarse la vida y el puerto era el lugar adecuado. Antes del 74, mi padre y otros estibadores me contaron que se descargaba de otra manera. Salían de los barcos con el carbón clavado en la cabeza, cargaban sacos de trigo de cincuenta kilos, era una época de trabajo puramente físico, a veces a expensas de temperaturas extremas, de hasta veinte grados bajo cero.
En los años ochenta, con la llegada de las flotas japonesa y rusa de congeladores "tenías que buscarte la ropa para trabajar, no había nada de equipamiento de seguridad, ni protección, ni nada. Si acaso, tres pantalones y un chaquetón". Con la calor, el estibador pasaba el verano casi en calzoncillos, sudando a chorros cuarenta grados de justicia y de azúcar refinada blanca. No olvidemos que antes de las grúas, de las rotondas, de los teléfonos móviles, el internet y la play station, la carga se transportaba en mulas de carga, nunca mejor dicho, en sus correspondientes carros. "Ahora la mercancía va de puerta a puerta. Antes trabajaban 1.200 personas en la carga y la pesca, en el muelle de Cádiz. Ahora no llegan a 50 los trabajadores de la estiba". Media un abismo entre ambas generaciones. Circunstancias tan opuestas como las vividas por los puertos de Cádiz y Algeciras en las últimas décadas. "Ahora ocurre a la inversa: Algeciras necesita la mano de 1.500 trabajadores y aquí, 50. Las grandes compañías se marcharon a Algeciras".
La plantilla del muelle se componía de capataces (generales y de operaciones), apuntadores o controladores, y trabajadores de estiba, tierra y arrumbadores. "Venían barcos con docenas de sacos de café casi a diario, así que acudíamos al nombramiento con la seguridad de que habría trabajo. Si el buque traía cuatro bodegas, se necesitarían cuatro manos o equipos de trabajo. La mayoría de los barcos eran de puntales o llevaban su propia grúa. Rápidamente corría la voz. Oye, que mañana Pérez y Cía tira un barco de café y va a trabajar con tres manos ..." Había que nombrar capataces, controladores y hasta un amantero, el que hace señas a la grúa, ojo avizor, el tipo más despierto del muelle. Ah, ocho estibadores para la bodega, que estén sanos y robustos. Y nada de cachondeíto ...
En tierra, la gente que correspondía a la mercancía en cuestión. Todos los días lo mismo. Todos los días diferentes. Mundos paralelos, comercio transoceánico, faena dura y especializada, con cuerdas de nylon. Ocho horas a destajo, de ocho a doce y de dos a seis de la tarde. "Y sueldos muy bajos, la gente no quería ver el muelle ni en pintura. Era quizá uno de los trabajos más penosos en Cádiz", rubrica Paco, que recuerda los años gloriosos de Astilleros y otras factorías gaditanas. "El muelle era el último recurso. Hoy es un trabajo goloso", sentencia.
Observen la imagen. Paco la relata como si la hubiera vivido, claro. Muelle de la Zona Franca. Sacos de excelente café colombiano de ochenta kilos de peso, gran remontada a las espaldas de los nombrados, los elegidos. Las furgonetas de descarga estacionaban a la vera del bar Lucero, centro de operaciones urbano, en la misma esquinita del viento, junto a la calle Plocia, a escasos siglos de historia de la plaza de San Juan de Dios, la puerta del mar. Si había suerte y se pillaba una descarga de diez días, negocio asegurado en el Lucero. Negocios en la Bella Sirena, en La Primera de Cádiz, la Cepa Gallega, los tugurios de buena muerte, las cantinas, el reposo del guerrero y la guerra diaria del estibador. El célebre autor Pedro Romero inmortalizó en el Carnaval de 1987 la labor de los estibadores con la comparsa "Con gancho", que obtuvo el segundo premio en el concurso del teatro Falla. Paco se sabe el repertorio completo, canturrea parte del popurrí. "Con gancho nos llegó al corazón". "Portuario, compañero, compañero, en la Bella Sirena te espero ..."
Carnavaleros portuarios los hubo y los habrá, como Pepito Martínez, el guitarra y padre de Antonio Martínez Ares; Emilio Prats; Manolo Castellón, en cuartetos; Paco Scapachini o el Habichuela. Y no conviene obviar los escarceos de grandes figuras del Carnaval por el mundo marítimo, hasta el cuarteto que el Masa sacó, para buscarse literalmente la vida, en la regata del 2000, en su peculiar papel de novia del mar. También la Semana Santa, cómo no, ha atraído a los portuarios, como no podía ser de otra manera, grandes cargadores gaditanos.
Para cerrar el círculo o culminar la trilogía gadita, Paco recuerda sus tiempos de futbolista: jugó de central, pero sufrió una lesión de clavícula en el Balón de Cádiz.
Menos carga, más toneladas. Sintomática ecuación de los tiempos de cambio. Cambiaron los barcos, creció la ambición del mundo, más medios mecánicos, menos medios humanos. Se produjo la transformación del trabajo manual, se perdieron muchos trabajos de tierra, adiós a los arrumbadores. La estiba acogió a éstos en su seno. Y viceversa. En los años noventa, el personal supera los cursos de formación al tiempo que las grúas convencionales dan paso a la electricidad, la Junta del Puerto por la Autoridad Portuaria. Los gruístas pasaron a la estiba con otra vuelta de tuerca a las leyes.
El atentado de las Torres Gemelas sorprendió a Paco Parra descargando mercancía de un barco en la Base Naval de Rota. A partir de ahí se produjeron más cambios en materia tecnológica, se reforzaron las medidas de seguridad, huyó el mundo hacia adelante, hacia el nuevo siglo. Llegó el imperio de las grúas móviles de enorme tonelajes, que adornan el Bajo de la Cabezuela, las cucharas o almejas de cuarenta toneladas. Lo que hace años representaban veinte días de carga y descarga, hoy se resume en tres días de trabajo. Menos materias primas, más cemento. "Los barcos ganan dinero navegando".
"No veo a las nuevas generaciones de hoy en día echándose 500 sacos de café a la espalda. Tengo una hernia discal, aunque el deporte me ha servido de mucho en mi vida, para mantenerme bien, pero otros compañeros han sufrido enfermedades severas, producto del duro trabajo. Además, agrega Paco, los trabajadores portuarios siempre hemos estado expuestos a enfermedades cancerígenas". Amianto como telón de fondo. "Yo lo toqué poco, pero trabajábamos sin protección, el polvo del trigo, por ejemplo, causó estragos. Sufrimos un índice de mortalidad en torno a los cincuenta años, como los mineros".
Paco recuerda olores y estigmas con sabor a tabaco, barcos sin las mínimas condiciones higiénicas, mucho azufre, chatarra, el maldito amianto. A partir del 95, con la homologación de medidas de seguridad e higiene, cambió todo. Una vez más.
La irrupción de los buques rorro, la vorágine de contenedores, el complemento del Bajo de la Cabezuela para grandes tonelajes, el brusco giro del destino conduce a otros caminos. A Paco le tocó cargar molinos eólicos, teniendo que marinear hasta sesenta metros de altura; le tocó un tiempo loco. "Antes íbamos a cargar, y ahora a descargar". Antes golpes de riñón y ahora, cómodas operaciones a bordo de grúas móviles.
Cual marineros en tierra, los estibadores viven otros mundos, en regímenes de seguridades sociales de la mar, envueltos en historias ciertas e inciertas, como en la célebre película La Ley del Silencio, donde Marlon Brando se rebela tras la muerte de varios estibadores en huelga. En blanco y negro.
Paco ejerció también de aguador, a los diecisiete años, en Dávila. "Iba a la calle Villalobos y compraba veinte cántaros. Eran tiempos muy duros. Solían nombrar aguadores a gente con enfermedades físicas. Ya de chico, mi tío me llamaba para que arrimase herramientas y agua". En aquellos tiempos, se fumaba en el trabajo. Se fumaba en todas partes. El tabaco en hojas se vendía barato, así como la ropa usada o los cotizados vaqueros. El trato era más cercano, más familiar. "Acompañábamos a veces al capitán a su camarote para recoger un obsequio de Fidel Castro para el Rey Juan Carlos, una caja de puros pertegaz, una caja de madera lacrada. Siempre cuadraba algún gesto generoso y alguien lograba un cartón de tabaco o algo.
Entre el correo de ultramar había mantas de gran calidad, chaquetones punteros. Corría la voz en San Juan de Dios. Con el café ocurría lo mismo. Muchas familias gaditanas saboreaban el café de primera, no veas el olor a café tostado que desprendían algunos bajos de las casas de los portuarios, tostando café de grano verde, a quinientas pesetas el kilo ...
Los cubanos decían que Cádiz era clavadito a La Habana. El tabaco cubano daba trabajo para una semana, y el barco del arroz jugaba con lo inesperado. "Soy portuario y vivo de cara al mar, que es mi cruz y mi calvario", cantaba la comparsa Con Gancho mientras alguien llenaba los búcaros de cubatas o de Valdepeñas. Con las moscas de caballo. Un día, un americano orondo, de unos doscientos kilos de peso, quiso montar en coche de caballos. Uno de los caballos estaba canijo, "medio listo", pero el yanqui insistía: "Yo querer ver Cádiz". Cien mil pesetas le vino a costar la broma, merced a la picaresca, como aquel que pidió ir al puerto y cruzó la Bahía.
El "cajerío" era de categoría Una tarde, un equipo de estibadores asombró a un capitán al presentarse con los zapatos relucientes, como nuevos. Como que eran nuevos, los habían cambiado por los "tenis viejos". Gente de estraperlo, gente de importación. Trueques urgentes a cambio de grandes peonás. Por no hablar de las líneas que enlazaban Cádiz con Ceuta y Melilla. Algunos barcos venían ya "robados" por su tripulación, el mangoneo por bajini entraba ya en los cálculos de las compañías, así como el cambalache en los puertos.
A veces, los estibadores se ponían los guantes y jugaban al béisbol con los chinos, como los antiguos gaditanos que bautizaron el fútbol en la Bahía disputando amistosos con los tripulantes ingleses, hace un centenar de años. "Los americanos siempre han dado mucha vida. No nos faltaba de ná. Nos regalaban pollos, ternera, mantequilla y alimentos que aquí escaseaban, y nos convidaban a tomar café. Al tiempo, el vino, el aceite y el corcho de los Alcornocales viajaba a América y así hasta el infinito. Muchas costumbres y hechos culturales han cruzado el charco de manera natural, impregnándose en cada puerto. "Ahora la mercancía ni siquiera se ve", y todo parece menos humanizado.
Ahí viene un barco moro entrando por la bocana del muelle, pero al revirar coge escora y parece que se va a tumbar, cuidado, hasta que se endereza. En casa suena el teléfono. Es el capataz. Hay un camión tumbado en las bodegas del barco. Con langostinos, gambas, cigalas, veinte toneladas de marisco. Ni Romerijo, oiga. Hay que llamar a gente externa, falta personal. Que venga el inspector de Sanidad. Que dice el inspector que hay que tirar la carga, que no aguantará. Mira, que pasa esto. Yo le explico el tema. Aquí no se tira ná. "Nos tiramos un año comiendo gambas".
Un barco cargado de gluten, de bandera británica, alerta al personal en la Zona Franca. No trae a dos polizones cualquiera, trae a dos prostitutas con hechuras de modelo que dan mucho de qué hablar. No vamos a reproducir lo que pudo ocurrir y jamás sucedió. Alguien las subió a última hora y quedaron bajo custodia del capitán. Era verano. Las chicas vivieron en Cádiz unas vacaciones a sus anchas. Los gruístas alucinaban en colores cuando ellas tomaban el sol en pelotas. Mete la cuchara en la bodega, arría, arría, sigue arriando ...

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