Cada verano los turistas traen peor cara; ni que estuvieran amargados. Menos mal que las camareras de nuestro bar favorito frenan la prisa de los mesetarians con su extraordinario caos de comandas sin lactosa. Algunos usuarios, francamente ansiosos, se levantan mosqueados sin consumir sus medias raciones de ego y ambición. A las camareras les importa un pimiento. Reparten el juego a su antojo, esbozan sonrisas en defensa propia y a las doce en punto exclaman: !Se acabó el pan! Y a tomar por culo la bijicleta.
Pasó el fin de semana como un trueno. Este rincón de la costa oeste californiana de El Puerto de Santa María, antiguo paraíso pesquero y bodeguero, se abandona al vil parné y al chunda chunda discotequero. Quedó lejos el tiempo de los delirios de grandeza, y la autoridad incompetente y sus compinches de la hostelería nocturna de garrafón y tente tieso colgó el cartel de "Esto es lo que hay". Ruido, colocón colectivo, una de cal y otra de arena.
Así que los que aún sueñan con retirarse aunque sea una temporada más allá del mundanal estruendo inician la semana de aquella manera, a sabiendas de que nada es lo que parece y que las leyes de la naturaleza y del cabrón de Murphy dictan que siempre puede ser peor. Blue monday por derecho. La hamaca, un buen libro, un jugo de naranja, Bob Dylan y la poesía accidental. Qué bonito, hijo.
A una hora prudencial, las ocho y media de la mañana, unos vecinos sueltan a los perros sarnosos, otros vecinos sueltan a los niños psicópatas, todos ellos escandalosos, pero el sempiterno asunto dura unos minutos, el tiempo suficiente para confiarse, pegar unos cabezazos intermitentes y aguardar lo que está por venir: una colección de ladridos al compás y de chillidos en do mayor a diestro y siniestro, hasta que retorna de nuevo el presunto silencio. Ahora es cuando los vecinos pintan la escena de portazos de coches, alarmas de coches, alaridos de pasión y jeroglíficos con trampa. Unos se marchan a la playa, otros se esconden en sus guaridas, el menda se toma el segundo catunambú de la estación del norte y de pronto surge de la nada el traqueteo de las máquinas de agosto, los rumores de los aires acondicionados y, por supuesto, la ronquera de los cortacésped, black and decker y demás maravillas de la civilización. Insolación ya. Dispuestos a todo, incluso a construir una rotonda dentro de un cuarto baño, ilegal, por supuesto, y a remodelar la vida interior de dos o tres familias agresivas a más no poder que no pueden estarse quietas ni veinte minutos porque en caso contrario mueren de tristeza. Más quisiéramos. Debajo del olivo, pim, pim, pim.
Lo bonito de este verano tan hermoso y atroz es que uno puede emplear todavía los recursos gratuitos de la imaginación y también cagarse en los muertos del mundo, loco mundo, mundo asqueroso que se asoma de improviso a través del televisor. Los criminales que desgobiernan el mundo acusan a los demás, al resto del mundo, de terroristas, mienten como bellacos con la anuencia del personal encarajotado de costumbre, cada vez más anestesiado por el ruido y la tontería, y entonces apago el electrodoméstico para disfruta de nuevo del escándalo vecinal: llegan perros nuevos, dos o tres rinocerontes, serpientes venenosas y un churumbel que grita con ganas, el hijoputa. Han vuelto de la playa, han salido de las madrigueras, y exhiben de nuevo sus peores modales, pero aún queda lo mejor antes del almuerzo: otro vecinos de junto, que no son los habituales del año sino los alquilados por un precio mortal de necesidad, abren las primeras cervezas de la semana, chapotean en la piscina y comienza la función: guitarras de palo, percusiones de madera, bombos y platillo, rumbas y bulerías, euforia infinita, Gabi, Fofó, Miliki, Fofito jartos de colacao y su puta madre preparando los changüis mixtos, un arrikitown psicodélico horroroso, o maravilloso, según se mire, que invita a uno, el menda lerenda, a desear a casi todos los presentes la muerte por empalamiento.
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