Esta mañana la playa parecía Brighton. Nunca he estado en Brighton, la playa donde se atizaron los rockers y los mods con la hegemonía del olvido adolescente en juego, pero esta mañana la playa vestía a la gente de colores pálidos y arrastraba espuma blanca en la cresta de la ola, las parejas caminaban solas por la pasarela de madera y la estampa de este exilio interior me ofrecía mi nublada infancia a un lado y las guerras por venir al otro, la nostalgia de futuro a la izquierda, la silueta de Cádiz con sus torres que ya no vigilan apenas nada, sus catedrales de desidia, las grúas del esplendoroso pasado industrial, los puentes de ida y vuelta y los tópicos invasores, los talleres grasientos donde dormían de estrangis los sueños de los chavales llegados de los pueblos, los elevados edificios que se cargaron la estampa, los cromos, los calendarios dinámicos, y las canciones de Roberto Carlos. A la derecha, las vidas truncadas y las plegarias de las madres abandonadas.
Sin conversación. Nos han dejado sin conversación. La gente habla por la vereda, unos con auriculares y otros a viva voz, pero en verdad casi nadie se pone en el lugar del otro, ni siquiera juega a ser otra persona en un momento dado, sino que deja escapar lo que aún no ha sido arrebatado, qué lástima de criaturas, pensarán los perros que sacan a pasear las penalidades de sus dueños para que se sientan solos al aire libre del albedrío del teatro de la anestesia en do mayor. Los niños, en cambio, parecen felices. ¿En qué bando alistarán a los niños de mañana cuando estalle este desatino por los cuatro costados? ¿Se harán los encontradizos sus sueños de libertad?
Te cruzas con ciertos amigos desconocidos por las pasarelas del amor propio y unos te dicen que están ocupados, otros escuchan mensajes de audio como cosacos, otros se hacen los locos y el menda disfruta con el caos ordenado del atareado y ensimismado personal.
En el supermercado de junto, sin embargo, un usuario del centro de día de salud mental, un esquizofrénico recién llegado a la ciudad, sobresale sobremanera en medio del mundanal hastío con su particular manera de entender el mundo: un día sí y otro también ordena y desordena los productos en las estanterías, no cesa de colocar y descolocar los paquetes de café, los envoltorios de galletas, las bolsas llenas de aire y papafritas, las botellas de agua, y a mí se me ocurre llamarle el ordenador personal del verano.
Con franqueza, ahora que se acerca la ultraderecha a todos los rincones de poder de la piel de toro, barruntamos que los poetas del turno de noche y los funcionarios del silencio cómplice volverán a figurar en la secta del mar de los luchadores, pero creo que será tarde.
Produce un poco de asco y medio el espectáculo mediático. Unos defienden a los suyos y otros atacan al adversario. Sin conversación. Sin pruebas. A muerte. Ustedes seguir así.
La última canción de Ed Sheeran abunda en la inmensa tristeza que le produjo al músico colorín encontrar su viejo teléfono en un cajón, allá donde pierde el rumbo la nostalgia de futuro. El siniestro dispositivo le recordó errores inmensos, nombres de familiares desaparecidos en la bruma, conversaciones con amigos y parejas, mensajes de personas muertas, compadres perdidos, compañeros en el limbo y familias fracturadas por el tiempo, la codicia y la incomprensión. La distancia. Los padres ultrajados, las residencias de ajustes de cuentas, los verdugos disfrazados de víctimas, los ladrones de recuerdos, los restos de los naufragios vendidos al peor postor, las mentiras gruesas y las pinturas imbatibles, el sonido de la calle y la vulneración de los códigos de honor, las herencias sin fortuna, los años sin perdón, los enemigos en casa y las fotos sin corazón. La canción pone los vellos de punta. El mundo se ha quedado sin conversación. Pero en las escaleras que conducen a esta playa suben y bajan las esperanzas que nadie podrá borrar, las cosas que no tienen precio, las charlas que aún tenemos pendientes.
Fueraparte de estos elementos sueltos de desazón, basta con afinar el oído por las calles de Cádiz o sentarse en un banco de alguna de sus plazas públicas para reconciliarse con el ser humano aún no adocenado por la ansiedad del rollazo mediático o la asquerosa estructura socioeconómica del enfermo planeta. Los más veteranos de la conversación global gaditana escriben las mejores páginas del día. Un señor mayor perfectamente vestido de dandy de la Caleta relata a su sobrino, en el corazón del Palillero, la aventura que vivió en un centro de salud, y ella me dijo, y yo le dije, y ella me dijo, y yo le dije, nos están llevando a la ruina, destrozando la sanidad pública, pero yo no me rindo, me duele la espalda, a mi mujer le ronea el motor de los pulmones, a los dos nos cuesta una barbaridad salir a la calle con la sonrisa puesta, pero el lunes vuelvo al ambulatorio, a echar cohone. Y su interlocutor contesta a cada torrente de expresiones con una frase: Qué bastinazo. Y la vida sigue, y en la playa de Brighton aparece Sting to maqueado, Quadrophenia a la caída de la tarde, y los rockers se lían a piñas con los mods, suena una copla salida del alma y nunca el tiempo es perdido.
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