Un año cumple la foto, once años el chaval que acompaña a su padre, o viceversa, a correr delante del peligro. A Pamplona hemos de ir. El papá ha vuelto solo, menos mal, y la gente ha vuelto a las andadas, a ver quién es el valiente que vence la tentación y no prende la tele a la hora justa de la emoción al por mayor, ocho de la mañana, el ritual sanferminesco televisado desde las entrañas del miedo. Nadie conoce otro rincón del mundo donde sus ciudadanos saluden al nuevo día asistiendo a cuatro minutos de trepidación, grandes carajazos, curvas de vértigo, golpes secos, más cornadas que el hambre, una marea blanca y roja, unos ojos desorbitados, una docena de morlacos desayunándose a unos pobres corredores desnortaos, una carrera limpia (?), diez o doce heridos, te quitas el pijamas, te pones la ropa y a la calle, que es tarde. Demasiado tarde para morir en la calle.
En el primer encierro, los corredores veteranos, dolidos en su orgullo por el show que algunas teles han montado en su tierra a costa de la sangre, el sudor y las lágrimas de sus protagonistas, se rebelaron de dos maneras: cortaron el micro a una cadena y jorobaron casi toda la retransmisión de la otra. Un toque de atención. Tonterías las mínimas. Cuatro, la tele que vi, ha comenzado con suavidad, hablando bajito, respetando los silencios, tanteando el terreno. Parece que los pamplonicas no están dispuestos a hacer el canelo, la fiesta es suya. Los corredores huyen de los focos, pasan del figuroneo, sienten el aliento de los toros como una necesidad vital. En los encierros no maltratan a los toros, los acompañan a pasar el trance, jugarse la vida es voluntario, cafres hay en todas partes, la fiesta debe continuar, pero la gente pide dignidad y respeto. La que luego no obtiene el animal, dicho no sea de paso. Pero los encierros navarros distan mucho de las salvajadas de pueblo inculto que se estilan en otras partes. Y el encanto de los Sanfermines carece de rival.
martes, 8 de julio de 2008
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