Quince personas, tres estrenos absolutos en La Lechera. Triste, pero significativo. Trino Zurita, joven maestro de la electroacústica y virtuoso del violonchello, aparece vestido de negro, un foco ilustra el vacío existencial, la energía fluye y suenan cuerdas, chasquidos, pasos, moscas, gritos, susurros, un ritmo doblegado, la velocidad y el miedo a la tormenta. Trino mira al cielo, como pidiendo una solución a la crisis aritmética abstracta, y el ordenador contesta con sonidos onomatopéyicos, la tecnología al servicio de la inspiración concreta. El músico malagueño rinde tributo a sus compositores de cabecera, Gabriel Brncic y Jesús Villa-Rojo, también estrena obras de Vadillo y Salandrigues. Quince personas en la sala, entre ellas una mujer y sus dos hijos, que primero juegan a la play y luego permanencen absortos ante tamaña demostración de música experimental, que no necesita de alucinógenos para ser devorada. Por la gloria de John Cage y Frank Zappa.
De aspecto místico, de por sí tímido y sin embargo altamente expresivo, Trino Zurita pelliza el cello, golpea el silencio, embauca al personal con una vorágine de sonidos pregrabados o interpretados en riguroso directo al mentón de la rutina y las cosas fáciles. A ras de suelo, dirige Trino el curioso jápenin a medio camino entre el placer y el dolor. Las composiciones suenan tan actuales como la mismísima recesión de valores. Trino practica la percusión corporal y la expresión global, basta con estudiar su cara para interpretar la partitura que el cellista lee y ejecuta con vehemencia o sutileza. Cuerdas a pulso, bytes respondones, atasco en la avenida, la música abre las puertas de la percepción, la sugestión, la imaginación y la obsesión. El sonido de la ciudad, del alma y de la máquina: el desencanto y los anhelos, las sombras del dinero y la mentira verdadera, las paradojas y las certezas, los vericuetos de la mente humana y los cables cruzados de la sociedad de la desinformación. Bien agitada la coctelera, agridulce sensación de arte accidental.
Acaso sin pretenderlo, Zurita muestra su evolución creativa a medida que presenta o estrena las composiciones de Eneko Vadillo, Rafael Díaz (cuya pieza sustituye a la anunciada de Jorge Sancho), Oriol Salandrigues, Villa-Rojo y otro pionero de la electroacústica, Gabriel Brncic. Tres generaciones presentes. Trino agradece la inspiración flamenca, toca las notas justas y necesarias, unas hasta límites insospechados, otras de manera escueta y sugerente. Parece una fiera domada, los cláxones de la calle participan de la fiesta sonora, del misterio. Chambao por la turmix, Syd Barret que estás en los cielos, "las inclinaciones hacia lo inestable" surgen inquietantes y caprichosas, de un momento a otro se va a producir un asesinato.
La electroacústica provoca agujetas. El cello dialoga con el ruido de fondo, admite la noche un toque espiritual, de puro recogimiento, mientras los niños se levantan, hay fútbol en la tele, y otro tipo se levanta, dice que se va al Falla, y Zurita pone mala cara -no, espérate-, pero sigue en sus trece, quince menos dos, trece, y alarga sus extremidades, un quejío electrónico sacude la escena, la bulla instrumental da paso a algo envolvente e inmaterial imposible de redefinir, ni siquiera en la wiji de las narices. Levitar o perecer en el intento. Paranoia o física cuántica. Un disparo final.
Noviembre 09, Cultura, Diario de Cádiz
viernes, 27 de noviembre de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
0 comentarios:
Publicar un comentario