Los últimos de la fila se consumen de costa a costa. Consumen sus dosis inhaladas en papel de plata, como si quemasen el tiempo que no les tocó vivir. El viaje conduce a ninguna parte, con paradas en la esquina de la ansiedad y en los portales del desprecio. De algo hay que vivir. De un lustro a esta parte, los asientos traseros de los Comes que enlazan Cádiz y El Puerto marcan a sus ocupantes con letras de fuego. "A veces llevamos el infierno a cuestas", ilustra un chófer, obligado por las circunstancias a afilar sus sentidos, sobre todo el sentido del peligro a bordo. Los enganchados a las drogas duras que se desplazan varias veces al día a El Puerto difieren de otros, de quienes acuden impulsivamente a los centros comerciales con urgencia innecesaria, en que la soledad acucia, y la motivación es una sola, y la vida apenas tiene aristas. No hay tanta diferencia.
Dos generaciones de adictos al caballo, la coca, el crack o la base, o todo a la vez, incluida la metadona, se dan cita en los buses verdes. "La hora crítica, tras el almuerzo", apunta un conductor con muchos kilómetros en lo alto. "Cuando se juntan nueve o diez en la parte de atrás, malo. A lo largo del día el goteo es constante, y hay gente que no incordia y que hace uso de su derecho a viajar, a nosotros nos da igual lo que piense o haga el cliente, pero cuando se juntan unos cuantos y hay bulla, pasamos un rato malo. A veces se pelean entre ellos, hay navajas, amenazas, gritos, porfías, y la gente se asusta. No me extraña".
Huele a "plomo quemado", la combinación del papel de aluminio y las sustancias químicas que inhalan los adictos a polvos asesinos. "Desde el volante se ve absolutamente de todo, se ve todo, aunque haya gente que no lo crea, y ya no me sorprende nada", señala otro compañero, que ha asistido a escenas dantescas. En la época, todavía no muy lejana, en que los yonquis solían chutarse con jeringuillas, ya prácticamente en desuso, vio cómo un chaval se administraba una dosis junto a su abuela, que le acompañaba en el trance. Hay casos tremendos, y otros tan sencillos como la muerte misma. Imposible precisar el perfil del usuario de la ruta del papel de plata, hay gente de toda clase y condición. Desde carne de presidio, que relata sus peripecias a viva voz en libertad condicional, hasta matrimonios en fase inicial, con trabajos estables y niños a su cargo. Desde jóvenes imberbes sin futuro, empujados por el hastío y el desencanto, hasta cuarentones con mil golpes en su historial.
Los conductores más avispados conocen al dedillo la vida y costumbres de los enganchados. "Hay gente que se pone al final del bus para formar bronca o fumar descaradamente, pero también hay seres solitarios que visten bien, muestran buenas maneras y se sientan en las primeras filas para disimular o no formar parte de la masa, para ir tranquilos y no causar sospechas entre los policías o secretas que en ocasiones entran en el bus". Pero la parada en el supermercado portuense de la droga les delata, así como la rapidez de movimientos. "Se bajan en la parada del bar Transporte, y se suben a los quince minutos en el mismo bus que regresa a Cádiz. Una de dos, o van al cementerio o van a por droga. Y nadie va al cementerio tres o cuatro veces al día, ni todos los días del año". Macabra comparación.
Los conductores lamentan que la empresa haya retirado el servicio especial de vigilancia que en dos ocasiones dio buenos frutos. "No tenemos nada contra ellos, sólo queremos la seguridad de todos. Es indignante que hayan retirado otra vez a los vigilantes".
Así las cosas, los chóferes con contratos temporales y escasa vida laboral pagan los platos rotos. Los trabajadores fijos, respaldados por el comité y la situación, se niegan en su mayoría a trabajar en la ruta El Puerto-Cádiz, así que los novatos o jóvenes son llamados a filas por nones, lo toman o lo dejan. Hay chóferes que saben tratar a los yonquis con diplomacia y serenidad, se ponen a su nivel o emplean el respeto mutuo como mejor arma de comunicación. "La cosa no es fácil, pues a veces te meten la cara en el volante, te gritan que no tienen suficiente dinero, meten bolsas de pescado, bicis, de todo, y avasallan a los demás. Pero se trata de aplicar la psicología humana", remarca un joven pero experto trabajador, a quien estos usuarios tan especiales le llaman Paco, Eduardo, Jose, Antonio, Jefe o como se llame.
No es fácil hablar con alguien que no tiene tiempo para tonterías. Entre ellos, los yonquis recurren a códigos internos, lenguajes inasequibles, y al mismo silencio. La vida se reduce a dinero, dosis, dinero, dosis, euforia, ansiedad, alivio, dolor y vuelta a empezar. Da igual la mentira o la verdad, las cosas pierden valor, y la gente también, pero hay quien distingue entre las personas y sus alrededores. Hay quien sabe escuchar y quien se deja querer una mijita. Hay quien se ha dejado la vida en el autobús. Entre ellos hacen listas para echarse de menos, conocen la vida, aunque sea miserable, de sus semejantes. Más que la propia. Es difícil entablar una comunicación fluida con los últimos de la fila, de la misma manera que con otras personas con otros problemas. Pero se conocen casos individuales: veteranos que sobrellevan la adicción en el hogar paterno; jóvenes que duermen en la calle, entre cartones; parejas que un día se dejaron llevar por el lema de sexo, droga y rocanrol, y se quedaron sin sexo y sin rocanrol. Se quieren a su manera, con complicidad y prisas.
Al otro lado, una señora de mediana edad, que frecuenta el bus por cuestiones laborales, se queja del olor que desprende la droga y de ciertos desmanes que contempla entre Valdelagrana y el puente Carranza, cuando los yonquis se sienten menos observados o pasa el riesgo de sorpresa policial.
La pasta base que se vende a tropel en la zona alta portuense, la ya tristemente célebre barriada de José Antonio, auténtico guetto urbano heredero del legendario Vietnam que se ubicaba junto al actual Paseo, no cuesta más de seis euros por papelina. Se ha convertido en la droga alternativa al caballo y la coca, por su inmediatez y precio. La base es la mugre de la coca, los desperdicios que quedan tras la depuración de la cocaína. La hermana pobre, la hermana adulterada de la coca, que ya no es tan exclusiva, que se sirve en todas las mesas de ricos y nuevos ricos. La sustancia base cobró gran importancia en los suburbios de paises latinoamericanos, donde quizá la inventaron por pura necesidad, como ocurrió con el crack en el caso de los marginados yanquis. La pasta base, y otras mezclas de coca con caballo y similares, matan a la velocidad del rayo.
Enero 07, Crónicas Urbanas (Diario de Cádiz)
domingo, 23 de marzo de 2008
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